#78 El sabor de lo químico

Laboratorio con matraces y tubos de ensayo con líquidos de colores usados en experimentos de química.

Era una tarde cualquiera de otoño sonó el teléfono.

Era una la llamada de una amistad desde el hospital.

Su voz sonaba diferente, como si algo profundo se hubiera movido en su interior.

“Me han salvado la vida con lo que yo tanto temía”, me dijo.

Durante años, había sido defendido de forma acérrima lo natural. Rechazaba los medicamentos sintéticos, desconfiaba de cualquier etiqueta con nombres que no pudiera pronunciar, evitaba los conservantes como si fueran venenos disfrazados. Su despensa era un altar a lo orgánico, a lo puro, a lo que prometía seguridad en un mundo cada vez más artificial.

Hasta que una infección bacteriana aguda le hizo visitar urgencias.

La química que tanto había evitado fueron su salvación. Aquellas moléculas diseñadas en laboratorios, con nombres imposibles y estructuras creadas por científicos, devolvieron el equilibrio a su cuerpo en cuestión de días. Mientras el gotero caía lentamente en su brazo, comprendió algo que cambiaría su forma de ver el mundo.

No era que “lo químico” hubiera invadido su vida. Era que su vida, como toda vida, siempre había sido química.

El miedo aprendido

Cuando fui a su habitación, empezamos a hablar.

De verdad.

Sin las prisas del día a día, sin las conversaciones superficiales que llenaban nuestros encuentros habituales.

Me contó cómo había construido ese miedo.

No nació con él.

Lo aprendió.

De anuncios que prometían lo “natural” como sinónimo de seguridad.

De artículos que demonizaban “lo artificial” sin explicar qué significaba realmente ese término.

De conversaciones donde cualquier palabra que sonara a laboratorio se convertía automáticamente en sospechosa.

“Nunca me paré a pensar”, me dijo, mirando el suero que goteaba en su vena, “que cada respiración, cada latido, cada pensamiento que tengo es un proceso químico. Me asusté de mi propia existencia sin darme cuenta”.

Aquella conversación en su habitación de hospital me transformó como docente.

Me di cuenta de que en nuestras aulas estábamos dejando un vacío peligroso.

Muchas veces no enseñamos a distinguir entre percepciones y evidencias, entre marketing emocional y ciencia rigurosa.

Ese vacío lo llenaban los eslóganes publicitarios, los mitos repetidos hasta convertirse en verdades, el miedo disfrazado de precaución.

El de la historia, no es un caso excepcional. Es el reflejo de una sociedad que ha construido un relato emocional alrededor de la química.

Todo es química

“Lo natural es bueno y lo químico es malo”. Esta afirmación, tan extendida como errónea, se ha convertido en uno de los grandes mitos de nuestro tiempo.

Como docentes tenemos una responsabilidad crucial: ayudar a nuestro alumnado a desarrollar un pensamiento crítico que les permita distinguir entre percepciones erróneas y evidencia científica.

Podríamos incluso desarrollar la idea de que todo es química.

El agua que bebemos.

El aire que respiramos.

La manzana que comemos.

El amor que sentimos cuando se activan determinados neurotransmisores en nuestro cerebro.

Todo, absolutamente todo, es química en acción.

Y es precisamente gracias a ella que la humanidad ha alcanzado los niveles de bienestar actuales. No a pesar de ella. Gracias a ella.

Pero en realidad en este post, nos centraremos más a aquellos productos, en especial los alimenticios, que sufren transformaciones químicas durante sus procesos.

Los ingredientes de una manzana

Hay un ejercicio para clase que siempre genera reacciones interesantes.

Pedir a los estudiantes que traigan una manzana y que investiguen su composición química natural.

La lista es fascinante:

  • ácido málico,
  • fructosa,
  • celulosa,
  • pectina,
  • polifenoles,
  • flavonoides,
  • quercetina,
  • catequinas…

Podríamos seguir durante páginas enteras.

Una simple manzana contiene cientos de compuestos químicos, cada uno con su nombre técnico, su estructura molecular, su función específica.

Luego les pregunto: “Si esta misma composición apareciera en la etiqueta de un producto industrial, ¿la comprarías?”

En muchas ocasiones en base a lo explicado de forma somera, admiten que rechazaría cualquier alimento con semejante lista de “químicos”.

La paradoja es evidente.

No tememos las sustancias en sí, sino los nombres que no reconocemos.

La composición de los alimentos es pura química (proteínas, grasas, carbohidratos, vitaminas, minerales y agua).

Cuando añadimos aditivos alimentarios, no estamos “contaminando” la comida. Estamos utilizando sustancias que cumplen funciones clave COMO conservar, estabilizar, dar color, potenciar el sabor.

Todos ellos son sustancias autorizadas, evaluadas rigurosamente por entidades como la EFSA (Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria), lo que garantiza nuestra seguridad alimentaria.

La química invisible

Hace apenas un siglo, las enfermedades transmitidas por alimentos eran una sentencia de muerte rutinaria. El botulismo, la salmonelosis, la brucelosis, la fiebre tifoidea… nombres que hoy suenan casi históricos, pero que entonces llenaban los cementerios de niños y adultos.

La microbiología de alimentos cambió todo eso. Esta disciplina, trabajando mano a mano con la química, desarrolló técnicas para detectar, eliminar y prevenir enfermedades alimentarias.

Ha sido clave para incrementar la esperanza de vida, permitiendo el desarrollo de técnicas de conservación, control de calidad y procesos industriales más higiénicos.

Pasteurización. Esterilización. Refrigeración controlada. Envasado al vacío. Atmósferas modificadas.

Cada uno de estos procesos es un triunfo de la ciencia sobre la enfermedad. Pero su éxito ha sido tan completo que se ha vuelto invisible.

Ya no pensamos en cuántas vidas salva cada día el trabajo de los científicos de alimentos. Simplemente esperamos que la leche no nos enferme, que el jamón se conserve, que el pan no se llene de moho al día siguiente. Damos por sentado lo que costó siglos conseguir.

El mayor logro de la ciencia alimentaria es haberse vuelto tan efectiva que nos olvidamos de que existe.

El sabor de lo químico

Cada mañana, al abrir el grifo, participamos de uno de los milagros más subestimados de la modernidad.

Ese sabor ligeramente “químico” que algunos rechazan es, en realidad, el sabor de la vida. Es el cloro protegiendo nuestro organismo de patógenos que, durante milenios, mataron a la mitad de los niños antes de cumplir cinco años.

La potabilización del agua ha sido uno de los grandes logros científicos de la humanidad. Gracias al uso de sustancias químicas como el cloro, millones de personas evitan enfermedades cada día. Esta medida, según la ONU, es responsable directa del aumento de la esperanza de vida en el siglo XX.

Pensemos en ello. Una sola molécula simple, el hipoclorito, ha transformado la historia humana más que otros descubrimientos y eventos. Ha cambiado el destino de civilizaciones enteras.

Y sin embargo, hay quien compra agua embotellada porque el agua del grifo “sabe a químicos”. Como si el sabor a vida no fuera el mejor sabor posible.

El  templo de la química

Vuelvo a pensar en esa habitación de hotel, en ese gotero que goteaba la salud. Cada elemento de aquella habitación era un testimonio del progreso químico.

Los sueros, perfectamente balanceados para restablecer el equilibrio electrolítico de su cuerpo.

Las sondas de plástico biocompatible, diseñadas para no provocar reacciones adversas.

Los antibióticos, moléculas diseñadas con precisión molecular para atacar bacterias sin dañar células humanas.

Los antisépticos que mantenían todo estéril.

Los desinfectantes que protegían contra infecciones cruzadas.

Desde las vacunas hasta las prótesis cardíacas, la industria química ha permitido avances impensables en la medicina.

En hospitales, el uso de antisépticos, desinfectantes y materiales estériles es posible gracias a la química, contribuyendo de forma directa a mejorar la calidad de vida.

Todo “artificial”.

Todo maravillosamente efectivo.

Todo resultado de décadas de investigación científica, de pruebas rigurosas, de fracasos aprendidos y éxitos celebrados.

“¿Sabes qué es lo más irónico?”, me dijo aquella tarde.

“Durante años rechacé la química creyendo que protegía mi salud. Y cuando realmente la necesité, descubrí que la química es la que me protegió siempre. Incluso de mí misma”.

Peligro natrual

La cicuta mató a Sócrates.

Un veneno completamente natural.

Crecía espontáneamente en los campos de Grecia, sin intervención humana, sin laboratorios, sin procesos industriales.

La toxina botulínica, una de las sustancias más letales conocidas por la ciencia, es producida por bacterias naturales.

El arsénico se encuentra en la naturaleza.

La radiactividad del uranio no fue creada en ningún laboratorio.

Las amanitas phalloides, esos hongos mortales, crecen en bosques vírgenes.

No debemos olvidar que muchos de los compuestos más peligrosos del planeta son naturales como toxinas de hongos, venenos vegetales, contaminantes naturales.

La naturaleza no tiene intenciones morales.

No distingue entre bien y mal.

No se preocupa por nuestra supervivencia.

Simplemente es.

Somos nosotros quienes debemos aprender a navegar sus complejidades con las herramientas del conocimiento científico.

Enseñar que la seguridad de una sustancia depende de su evaluación científica y no de su origen es clave para combatir la quimiofobia.

No importa si algo viene de una planta o de un laboratorio.

Lo que importa es su estructura química, su dosis, su contexto de uso, su evaluación toxicológica.

“Todas las cosas son veneno, y nada existe sin veneno; solo la dosis hace que una cosa no sea veneno.” – Paracelso

“La dosis hace el veneno.”

Naturalmente grises

Que quede claro.

No se trata de elegir bandos.

No es una batalla entre lo natural y lo sintético, entre el laboratorio y el campo.

La manzana que usamos en clase sigue siendo maravillosa. Sus compuestos naturales han evolucionado durante millones de años para cumplir funciones precisas. La naturaleza es una química extraordinaria, una farmacia ancestral que nos ha proporcionado medicamentos, alimentos y conocimientos invaluables. Un libro interesante sobre este tema y otros, es “Armas, gérmenes y acero” de Jared Diamond.

El problema nunca ha sido lo natural en sí mismo.

El problema es la falsa dicotomía que hemos construido, la idea de que debemos elegir entre naturaleza y ciencia, cuando en realidad la ciencia no es más que nuestra forma de comprender, respetar y, cuando es necesario, mejorar lo que la naturaleza nos ofrece.

Los antibióticos tienen su origen en hongos naturales.

La aspirina viene del sauce.

La naturaleza nos ha dado las herramientas, la química nos permite refinarlas y hacerlas más seguras, más accesibles, más efectivas.

Lo que necesitamos enseñar no es que lo sintético supera a lo natural, sino que ambos forman parte del mismo continuo de conocimiento.

Que podemos celebrar los remedios tradicionales mientras agradecemos los avances de la farmacología moderna.

Que la sabiduría está en entender cuándo cada uno es apropiado, necesario, suficiente.

El mundo no es blanco o negro, está lleno de matices que solo la comprensión científica rigurosa puede ayudarnos a navegar.

La pregunta no es si algo es natural o sintético.

Las preguntas son ¿Funciona? ¿Es seguro? ¿Mejora nuestra vida?

Y esas respuestas solo las encontramos a través del método científico, no de eslóganes publicitarios.

Preparando el futuro

A través de estos contenidos, ayudamos al alumnado a desarrollar competencias clave como la competencia científica, el pensamiento crítico y la alfabetización mediática.

Además,  a día de hoy debemos ofrecer un enfoque competencial alineado con la LOMLOE y los saberes básicos que exige el currículo de secundaria.

Pero hay algo más profundo en juego. Cuando enseñamos estos contenidos, no solo debemos transmitir conocimientos químicos. Estamos formando ciudadanos capaces de navegar un mundo complejo, de distinguir entre información y desinformación, de tomar decisiones basadas en evidencias y no en miedos.

Para quienes preparamos oposiciones de secundaria, estos temas son cruciales. No solo porque aparecen en el temario oficial, sino porque representan exactamente el tipo de educación que nuestra sociedad necesita.

Un tribunal de oposiciones no solo evalúa nuestro conocimiento.

Evalúa nuestra capacidad para conectar ese conocimiento con la realidad de nuestros estudiantes, con sus miedos, con sus percepciones erróneas, con el mundo mediático en el que viven.

El sabor del progreso

El sabor de lo químico es el sabor del progreso.

Es el sabor de la vida moderna, de la seguridad alimentaria, de la medicina que nos ha regalado décadas adicionales de existencia.

Es el sabor del agua potable que sale de nuestros grifos.

De la leche pasteurizada que no nos enferma.

De los medicamentos que curan infecciones que antes eran mortales.

De los materiales que permiten cirugías que hace cincuenta años eran ciencia ficción.

No es un sabor siempre agradable.

A veces es amargo, como el cloro en el agua.

A veces es inexistente, como los conservantes que no notamos.

Pero es el sabor de la vida que hemos elegido colectivamente, una vida más larga, más segura, más saludable.

Frente a los mitos, enseñemos ciencia.

Frente al miedo, enseñemos evidencias.

Frente a la desinformación, apostemos por una educación crítica, rigurosa y esperanzadora.

¿Quieres ser el docente que transforma percepciones?

En Opositiva te preparamos para llevar el pensamiento crítico y la alfabetización científica a tus futuras aulas. Porque educar no es solo transmitir conocimientos, es transformar la forma en que nuestros estudiantes ven el mundo.

Cada clase puede ser una oportunidad para desmontar un mito, para reemplazar el miedo con comprensión.



 

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